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Ilán Greenfield - Manolín - Un tipo loco - 1995

Momentos de timba: 1995, Manolín el Médico de la Salsa: «Un tipo loco».

Ninguno de los presentes esa noche hubiese imaginado siquiera que serían no sólo testigos, pero pacientes, en el sentido más clínico de la palabra, de una verdadera sesión de psicoterapia. Hacían ya varios años que el Periodo Especial pesaba sobre la calma insular. Ya hacían algunos años también que la música popular en La Habana se volvía tentacular, dando cabida entre otras cosas, a un verdadero frenesí de sonidos que tenía su pícara y seductora identidad en la palabra «timba». Manolín, el hoy disidente «Médico de la Salsa» era apenas controversial, y su atrevimiento a esas alturas se limitaba al simple hecho de haberle dado un tempranero giro total a su carrera de psiquiatra para volverse el inconcebible vocalista de farándula que ni cantar podía. Muy pocos se lo reprochaban esa noche, tampoco es ni ha sido el peor de los delitos cometidos por un artista. Cantantes medianos con un talento sobrenatural de trascender han habido miles, empezando, claro está, por John Lennon. Manolín ya empezaba a llenar salas, y a muchísimos buenos ciudadanos se les habrá sorprendido tarareando alguna de su larguísima lista de coplas y corillos en los momentos menos pensados, cortando cebollas por ejemplo, acaso esperando el turno durante el domino. Cuando los seguidores del Médico-Cantante llegaban para presenciarlo en vivo cualquiera de esas noches —a la Casa de la Música, Café Cantante, La Cecilia, o cualquiera de sus frecuentes apariciones —no acudían meramente para «tirar su pasillo». Comparecían para recibir toda una serie de emociones que los volvería uno con aquel hombre que tanto les era familiar. A fin de cuentas, Manolín era escasamente un ídolo. Era en realidad un poco como todos, un autodidacta con un don rítmico envidiable y la ocurrencia de todo caribeño; representaba, de cierta forma, lo que de hecho eran muchos de sus admiradores.

Hacia el primer cuarto de hora del espectáculo, llegaba el momento para Manolín de practicar —sin un grano de discreción —un poco de lo aprendido en las aulas de medicina con el ingenuo público reunido. Los ya agitados bailadores se remendaban los cuerpecitos de haber sido privilegiados con nada menos que el estreno de la década —La Bola (¡escúchese como se ve forzado Manolín a corregir a sus coristas!) —y seguramente escuchaban los primeros pasos del tema siguiente sin prestarle mayor atención. Ya era asunto viejo, en todo caso. El tumbao inocentón se metía no por los pies, pero por la subconsciencia: se trataba de «Un Tipo Loco» del primer disco (audio 2).

La letra, como ya se conoce, abre con la honesta revelación «Me estoy volviendo loco». La terapia empieza desde el narrador, en este caso nuestro efusivo amigo que se ha montado al escenario, quien se ve en la obligación de admitir a su público la sencilla historia de un «enamoramiento». Pero no es un enamoramiento cualquiera, o por lo menos, no es el enamoramiento bonachón del cual estamos acostumbrados. Este enamoramiento tiene algo de perverso, algo de obsesivo, algo de locura. No es casualidad que el autor escriba del amor bajo este punto de vista, y dada su instrucción académica podemos decir que hay una interesante y hasta excesiva concepción del amor como un problema mental. No obstante, esta locura de amor, como lo sabremos todos los seres humanos, nos es de lo más natural y prueba, por último, que todos, desde Manolín hasta el sonidista, podremos relacionarnos con ella; la terrible sugerencia es, por tanto, ¿acaso estamos todos enfermos de la cabeza?

Esta pieza es un ejemplo, entre muchísimos más, de la asombrosa capacidad que llevan en su sangre los mejores compositores timberos de preparar un clímax. Embarcamos en un viaje ascendente desde el cuerpo inicial, su primera hazaña siendo los varios encontrazos que se gestan entre lo agradable y lo desagradable. Las melodías y los mambos llenos de calor y vida, junto con los versos iniciales que incurren peligrosamente en lo cursi se tropiezan más adelante con una serie de guías frías y medicinales, como p. ej. «para mi locura necesito una inyección», «me hace falta un psiquiatra », «voy a tener que consultar al médico de la salsa pa’ que me mande Diasepán», o lo que es peor: « tú me vienes como vitamina»… (audio 3) Comparemos esto con la cursilería inicial, mencionada anteriormente:

Me estoy volviendo loco, loco
Y es que quiero ser tu amigo
Para conversar contigo
Cosas de amor

Me estoy volviendo loco
Y es que quiero estar contigo
Simplemente ser tu amigo
Y amarnos

Y me estoy volviendo loco,
Loco loco poco a poco
Es que siento en mi la ausencia
De tu corazón latir

Es que siento amor por tí
Es que yo canto por ti
Para conjugar el verbo amar
Y tenerte junto a mí

Al alba de una verdadera locura, empezamos con un inocente romanticismo —nada turbio en eso —que sin preparación alguna se vuelve en una extraña melaza de un sabor caribeño y un gusto desabrido a consultorio.

Como toda obra timbera de calidad, este tema se nutre de sus partículas para seguir y seguir creciendo. De ahí que entramos en la segunda montada de la fabulosa representación: la repetición del tumbao inicial y las inolvidables palabras: «bueno, me estoy volviendo loco, estoy esquizofrénico paranoide ¡por eso dale saxofones Jéans!» (audio 4) Esta es una franca invitación a meternos en la música como si la música enmarañada que vendrá fuese la locura inconturnable que de hecho bulle entre las cuatro paredes de la mente narradora. Pero el resultado es invertido, los mareados terminan siendo los bailadores y oyentes —audio 5 … Esto implica, en pocas palabras, que la locura interior y personal del narrador autocrítico se traslada hacia afuera, sugiriendo de por sí una locura general, involucrando a todo aquél que presencia la confesión musical. Hacia el final de la «champola», ya estamos sudando de una música que literalmente nos nubla un poco la mirada. ¿Por qué nos ocurre esto? ¿cómo son capaces estos músicos mundanos de hacernos sentir mareos ultrasensoriales? Las razones son varias, pero lo que es indispensable para entender en algo esta magia es notar que la sección entera cuenta con varios puntos de referencia. Muy distinta a una música «occidentalizada» (especialmente la que nos compete, la música popular bailable) que se ve imposibilitada de confundir melodías y ritmos, caracterizada más bien por la dicotomía de melodía vs. armonía que sirve para reforzar y acento principal vs. toques de soporte métrico, el mestizaje cubano pone, una sobre otra, frases completas y disímiles en los metales (en este caso dos), cada una totalmente desligada de la otra, por debajo de esto tumbao de piano, tumbao de bajo y contratumbao del teclado, también incongruos y aún más abajo marcha de tumbadora, bongó, clave, contraclave del bombo, paila y campana que refuerzan acentos distintos, todos funcionando como si ni siquiera fuesen de la misma naturaleza, pero revelando una realidad común irrefutable. Representan una serie de núcleos que orbitan en conjunto, cada uno viviendo la misma importancia orgánica.

Esta champola se alterna con una sección de coro-guía que también llega a un tipo de clímax cuando la relación guía-coro se convierte en tres coros entrelazados: «y tú me tienes loco», «me tienes marea’o», y «tu me tienes acaba’o», siendo este último el que perdura durante el mambo-champola que sigue (audio 6 ). El momento cimero de la sección entera se produce indudablemente durante este diálogo de metales y coristas cuando la percusión realiza el telúrico «bloque» de percusión y bajo (audio 7) lo cual también se escucha en la versión de estudio (aunque menos potente que ésta). Siempre que se produzcan estos «bloques», nos vemos inclinados a hallarle una esencia religioso-ritualística que recuerde antiguas raíces africanas. La fuerza de este bloque, que con sus notas acentuadas logra resaltar los resquicios rítmicos más ocultos, rebosa de su embalaje musical cuando el bajo queda en un tipo de pedal, creando, entre otras cosas, una armonía completamente inesperada. Y así llegamos a la tercera etapa del tema, etapa que no se podrá vivir en la versión de estudio, etapa que sólo fue experimentada por la gente que vio a Manolín ese día, etapa que ilustra la grandeza incalculable de esta música.

Seguramente habrán sentido cierta dificultad en la respiración los danzantes después de tan magna serie de champola-coro-mambo-bloque, y compasivo con su público, Manolín reposa la energía brevemente con una coplilla infantil: «Amiguitos vamos todos a cantar, porque tenemos el corazón feliz» (audio 9). La transición hacia la tercera y última sección, como veremos pronto, es mejor que perfecta.

Ya habiendo aparentemente exprimido toda la pulpa de su estructura timbera, con las champolas, los coros traslapados y el fabuloso bloque —díganme si los golpes no retumban como una invocación divina, a lo moderno, claro está —Manolín hace seguimiento de su ascenso compositivo con algo que sólo lo pudo haber aprendido en las aulas de psicología. Sea el producto de su conciencia o manifestación del subconsciente, lo que sigue es en realidad no apto para todo aquél que se tome por cuerdo. Manolín, ya dominando no sólo a su orquesta, sino que encauzando a la totalidad de un público trastornado, nos invita a ser «muchachos» de nuevo (audio 10). Nos dice «recordar es volver a vivir» y nuevamente empuja la energía musical hacia arriba, ahora con toda la sala a su haber, todos... que con él realizan la regresión compartida. Un viaje a la semilla de su constitución. El coro canta la canción de niños: «A la rueda rueda de pan y canela». Este momento remonta rápidamente y desemboca en el estado hipnótico, estado trance, como se lo quiera llamar, del clímax cuando Manolín grita, me da escalofríos mientras lo escribo: «¡la fuente se rompió!» (audio 11) De aquí en adelante la percusión se retuerce en una suerte de hechizo, junto a una serie de tumbaos de piano sedantes (audio 12) y guías que nos trasladan en directo al seno reconfortante de nuestras madres y nuestra más profunda infancia (mezclando esta regresión individual con la regresión histórico-cultural de Cuba entera hacia su pasado yoruba):

mamá yo quiero que tú / me enseñes a navegar / por esos mares del mundo / que tú has transitado ya / a mambró changó / ma tan ti le ti le ti le / tití, tití, la lluvia cayó / ella juega conmigo y con ella no, ti ti (audio 13)

Otro de los puntos increíbles de esta grabación es la forma en la cual se capta a miembros del público cantando el coro. La energía desbordante que resienten tanto ellos como los músicos es muy inspirante (audio 14). Es un verdadero consiliábulo, una terapia retroalimentativa, una necesidad natural del cuerdo-loco, del niño-adulto. ¿Quisiera saber yo qué otro público sería tan libre como para renunciar a su adultez y cantar como un genuino recreo de niños desenfrenados?

La canción se extingue como el aire, hasta se nos olvida que terminó (audio 15). La experiencia ya se habría vivido hasta la eternidad en un espacio perfectamente recíproco, donde los músicos, Manolín y el público quedaban milagrosamente satisfechos. La herencia psicoanalítica del Médico de la Salsa alcanzaba esa noche su cénit dentro de su joven y muy cuestionada trayectoria musical. Este personaje representaba el alivio médico-mítico-social de todo un culto viviente.

martes, 22 marzo 2011, 07:32 pm